¿A donde van los que
mueren?
Quienes han pasado por
la experiencia de perder a un ser querido, comprenden el dolor, la tristeza y
el sentido de pérdida que se experimenta, y espontáneamente surgen preguntas.
¿Qué ocurre cuando las
personas mueren?
1 Las Escrituras ofrecen
respuesta a estas preguntas y su respuesta nos permite sostener una consoladora
esperanza.
Se relata que cuando
Dios creó al hombre, le advirtió de las consecuencias que derivarían si,
desobedeciendo su advertencia, decidía emanciparse moralmente, abandonando su
guía y su estrecha relación con él, pues le dijo: “Te
alimentarás comiendo con entera libertad cualquiera de los frutos de los
árboles del jardín, pero no debes comer el fruto del árbol del conocimiento del
bien y del mal, porque cuando lo comas, muriendo, morirás”; (Génesis 2:16-17)
Por esto, cuando el hombre desatendió su advertencia, le dijo: “…obtendrás tu alimento
con el sudor de tu frente hasta que regreses a la tierra de donde fuiste
tomado, puesto que eres polvo y volverás al polvo”. (Génesis 3:19)
2 ¿Dónde se encontraba
Adán antes de ser formado a partir del polvo de la tierra y de recibir el soplo
de la vida?
La respuesta es simple,
no se encontraba en ninguna parte porque no existía, de manera que cuando murió
retornó al estado en que se encontraba antes de recibir la vida, o sea a la no
existencia. No fue pues a un infierno ardiente ni a un paraíso celestial;
simplemente murió volviendo a la tierra.
Las Escrituras Canónicas
inequívocamente declaran que aquellos que han muerto están privados de toda
vida y toda consciencia, tal cómo leemos en el libro de Eclesiastés, que dice: “…los vivos saben que han
de morir, pero los muertos ya nada saben, no hay para ellos retribución alguna
y se olvida su recuerdo. Su amor, su odio o su envidia perecieron y ya no toman
ni tomarán parte alguna en las cosas que acontecen bajo el sol… Haz todas las
cosas que tu mano desee con todas tus fuerzas, porque en el lugar de los
muertos al que irás, no hay trabajos ni pensamientos ni ciencia ni sabiduría”. (Eclesiastés 9:
5,6,10) Y en el Salmo 146:3-4 leemos: “No confiéis en los grandes de los hijos del
hombre, puesto que no hay en el hombre salvación, expira retornando a la
tierra; en ese día mueren sus pensamientos”.
Según las Escrituras, morir
es quedar privado del soplo de la vida y cesar de existir, de moverse, de
pensar y de hacer cualquier cosa. Ya no se es un ser animado, ya no se es un
ánima.
¿Qué es entonces el
alma o ánima?
3 En las Escrituras, el
ánima o alma se denomina ‘nefésh’ en los libros hebreos y ‘psyké’ en los griegos.
El concepto del ánima se
entiende en las Escrituras a través del texto mismo, puesto que cuando Dios
creó a los animales marinos, dijo: “Bullan las aguas con ánimas vivientes…”, (Génesis 1:20)
al crear a los demás animales, dijo: “Haya en la tierra ánimas vivientes para su especie; animales,
seres diminutos, y todas las bestias de la tierra”, (Génesis 1:24) y en el relato de la
creación del hombre, leemos: “…formó Yahúh Dios al hombre a partir del polvo del suelo y al
soplar en su nariz aliento de la vida, el hombre fue hecho un ánima viviente”. (Génesis 2:7)
El hombre fue pues hecho
un ánima, es decir, un ser animado de vida, lo mismo que los animales. En
armonía con esto, dice Pablo: “Está escrito que el primer Adán fue hecho alma viviente…” (1Corintios 15:45)
y es interesante el hecho de que tanto en el Génesis cómo en la carta de Pablo,
no se dice que el hombre recibió un alma viviente si no que fue hecho un alma viviente.
¿Puede entonces un
alma disociarse del cuerpo y seguir viviendo en algún otro lugar?
4 Podemos decir que el
hombre recibió del Creador el aliento de la vida y con esto adquirió
consciencia y movimiento, siendo a partir de entonces un ser animado o un ánima
viviente. Hallamos en las Escrituras que se atribuyen al alma cualidades
físicas e intelectuales. Por ejemplo, leemos: “…su vida siente hastío
del pan y su alma del alimento preferido… …su alma se acerca al sepulcro y su
vida a los exterminadores…” (Job 33: 20, 22) O: “…el ha saciado el alma anhelante y ha llenado de bienes al
alma hambrienta…”, (Salmo 107:9) también: “…su alma aborreció todo alimento, se acercaron a las puertas
de la muerte.” (Salmo 107:18)
Y: “... la sabiduría entrará en
tu corazón y el conocimiento será grato para tu alma.” (Proverbios 2:10)
5 La palabra ánima o ‘nefésh’ o ‘psyké’, se aplica pues tanto
a la vida que la persona posee cómo a la persona misma; por tanto cuando uno
pierde la vida, pierde la animación o el ánima y deja de ser. Así, dice la Escritura que mientras Raquel daba a luz a Benjamín: “…su ánima le escapaba porque moría”. (Génesis 35:18)
Y también Jesús empleó la palabra ánima en este sentido cuando refiriéndose al
hecho de morir sin la posibilidad de alcanzar la resurrección dijo: “…en que será beneficiado
el hombre si ganase el mundo entero pero perdiese su ánima? O ¿Qué podría
entregar un hombre cómo rescate por su ánima?” (Mateo 16:26).
6 Vemos pues que las
Escrituras indican que el alma o ánima representa al ser animado de vida y a la
misma vida que lo anima, consecuentemente, toda ánima está sujeta a la muerte.
El profeta Ezequiel aplica la palabra en ambos sentidos cuando dice: “¡Mira! todas las ánimas
son mías; mías son el ánima del padre y el ánima del hijo, y el ánima que peque
morirá” y repite: “El ánima que peque morirá” (Ezequiel 18:4,20)
El alma es pues mortal, o sea, puede dejar de existir para siempre porque los
seres o almas dejan de ser cuando mueren.
Por otro lado, no
hallamos en las Escrituras canónicas nada que describa al ánima cómo una cosa
inmortal e indestructible, cómo una parte aprisionada en el cuerpo, que
liberándose con la muerte, viva luego por sí misma para siempre; por el
contrario, se compara a la muerte con el sueño y se dice que el aliento de los
que mueren retorna a Dios, aquel que tiene el poder de recrearlos y
despertarlos de nuevo.
¿Podemos mantener la
esperanza de reencontrar a nuestros seres queridos?
7 Pablo responde diciendo
que cómo la humanidad: “…no
fue sometida a la futilidad por voluntad propia si no por la culpa de aquel que
transgredió… también mantiene la esperanza de llegar a ser emancipada de la
esclavitud a la corrupción, para poder participar en la gloriosa libertad de
los hijos de Dios”.
(Romanos 8: 20-21) La esperanza de liberarse de la esclavitud a la
muerte heredada y resucitar a una vida perdurable, es la única que las almas de
la humanidad entera pueden verdaderamente abrigar. Jesús había dicho: "No os maravilléis de
esto, porque llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros
oirán su voz y saldrán; los que hicieron obras buenas, a la resurrección de
vida y los que hicieron obras malas, a la resurrección de condena". (Juan 5: 28-29)
8 Por este motivo Pablo
escribe a los Corintios: “...si
fuese verdad que la resurrección de los muertos no existe, cuando nosotros
declaramos que Dios ha resucitado a Cristo, se nos puede considerar falsos
testigos de Dios, porque si los muertos no van a resucitar, tampoco ha
resucitado Cristo, y si él no ha sido resucitado, vuestra fe es inútil, aún
estáis inmersos en vuestros pecados y aquellos que murieron en unión con Cristo
están perdidos... ¡Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos cómo primicia
de los que duermen en la muerte! Y si la muerte llegó por medio de un hombre,
la resurrección llega también por medio de un hombre, para que del mismo modo
que mueren todos por la culpa de Adán, vuelvan todos a la vida por medio de
Cristo, aunque cada cual de acuerdo con el orden establecido: Cristo cómo
primicia y más tarde, cuando él vuelva, aquellos que pertenecen al Cristo, y
después todos los demás”. (1Corintios 15:15-23)
9 Todas las almas, o sea,
todas las personas y sus vidas, pertenecen al Creador y dueño de la vida, por
esto Cristo dijo a sus discípulos: "...he descendido del cielo, no para hacer mi
voluntad, si no la voluntad del que me envió; y esta es la voluntad del que me
envió, del Padre: Que ninguno de los que me ha dado se pierda, y que yo los
resucite en el último día, pues la voluntad del que me ha enviado es que todo
aquel que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en
el último día". (Juan 6: 38-40)
10 Debemos estimar la
importancia que Dios concede al hecho de que nos mantengamos firmemente
apegados a la sana enseñanza apostólica, desterrando de nuestro corazón las
doctrinas que proceden de otras fuentes y que fueron incorporadas en la
enseñanza de la Iglesia a partir del segundo siglo, tal cómo durante el período
del reinado seleúcida había ocurrido en la ortodoxia hebrea.
Pablo escribía: “Cristo es el mismo ayer,
hoy y para siempre, de manera que no os dejéis desviar por historias y
enseñanzas diferentes…”
(Hebreos 13: 8-9) “Os
exhorto a que seáis imitadores míos cómo yo lo soy de Cristo... os encomio
porque recordáis mi enseñanza tal cómo yo os la he transmitido y os mantenéis
firmes en ella”.
(1Corintios 11:1-2) Y aconsejó a Timoteo, epíscopo de la Congregación de Dios: “Toma cómo pauta las sanas
palabras que has escuchado de mí con la fe y el amor que Jesús Cristo inspira,
y custodia aquello que te ha sido confiado mediante el espíritu santo que
habita en nosotros”.
(2Timoteo 1:13-14) Y “Te encomiendo ante Dios y ante Jesús Cristo que tiene que juzgar a
los vivos y a los muertos durante su manifestación y su reino, que mientras el
tiempo sea favorable, prediques la palabra, puesto que se acercan tiempos
desfavorables… está al llegar el tiempo en que ya no soportarán la doctrina
sana e irán tras sus propios deseos, rodeándose de maestros para escuchar lo
que les complace, y retrayéndose de oír la verdad, se volverán a historias
falsas”. (2Timoteo 4:1-4)
Y el apóstol Juan advierte: “Retened en vosotros todas las cosas que habéis escuchado desde el
principio, porque si permanecen todas en vosotros, también vosotros
permaneceréis en unión con el Hijo, y con el Padre que nos ha hecho la promesa
de la vida eterna. Todo esto os lo escribo a causa de los que intentan
desviaros”, (1Juan 2:24-26)
o sea, por causa de aquellos, que en palabras de Pablo, “…contradicen la enseñanza
sana que está en armonía con la gloriosa buena nueva del Dios feliz”. (1Timoteo 1:11)