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Las dos genealogías de Jesús

 

    1 Es bien sabido que los evangelios de Mateo y de Lucas nos presentan dos diferentes genealogías de Jesús, cosa que ha propiciado cierta especulación. Y sin embargo, el testimonio conjunto que estas genealogías ofrecen, sirve para establecer sin lugar a dudas la legitimidad de sus derechos hereditarios al trono de David, derechos que la Ley y los Profetas atribuyen al esperado Mesías.

Desde el principio Dios anunció una intervención divina en relación a los descendientes de Adán, puesto que de acuerdo con las Escrituras, tras la desobediencia de los primeros humanos se dirigió a la simbólica serpiente para decirle: “...pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu simiente y su simiente. Esta aplastará tu cabeza y tu herirás su talón”. (Génesis 3:15) Estas enigmáticas palabras fueron el inicio de una serie de profecías que se referían a la llegada de una descendencia vencedora.

 

    2 Mucho más tarde, Dios prometió a Abraham: “...te bendeciré abundantemente y multiplicaré mucho tu simiente, que llegará a ser cómo las estrellas de los cielos y cómo la arena que está en la orilla del mar. Tu simiente tomará posesión de la puerta de sus enemigos, y todas las naciones de la tierra serán bendecidas por medio de tu simiente, porque has obedecido mi voz. (Génesis 22:17-18) Estas palabras revelaban la estirpe de la descendencia, y el apóstol Pablo las aplicó al Cristo, escribiendo: “...la promesa se le dio a Abraham y a su simiente, pero no se le dijo ‘a tu simiente’ cómo refiriéndose a muchas, se le dijo ‘a tu simientecómo hablando de una sola, que es el Cristo”. (Gálatas 3:16)

 

    3 Con el tiempo, los profetas fueron desvelando el linaje del Mesías. Así, cuando el patriarca Jacob sintió acercarse su fin, bendijo a sus hijos, profetizando luego con respecto a los descendientes de cada uno de ellos, y dirigiéndose a su hijo Judá, dijo: “El cetro no se apartará de Judá, ni el bastón de mando de entre sus pies, hasta que venga Shiloh” (Shiloh significa ‘el Dueño’ o ‘el Propietario’) (Génesis 47:10) Y cuando siglos después, David fue ungido cómo rey de Israel, escribió: “El Eterno ha jurado a David una disposición de la que jamás se retractará: ‘A uno de tu linaje sentaré sobre tu trono...’” (Salmo 132:11)

 

    4 En armonía con sus palabras, cuando Gabriel anunció a María el nacimiento de un hijo, declaró: “...será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su antepasado. Reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin”. (Lucas 1:32-33) Y también el apóstol Pedro, dirigiéndose a los judíos tras la muerte y resurrección de Jesús, dijo: “Hombres de Israel, escuchad estas palabras: Jesús Nazareno, aquel hombre que Dios presentó ante vosotros... ...ha sido levantado por Dios, que lo ha liberado de los dolores de la muerte... ...tal cómo de él había predicho David... ...que era profeta y confiaba en el juramento que Dios le había hecho, de que sentaría en su trono a uno que fuese fruto de sus lomos...” (Hechos 2:22-30)

 

    5 Puede entonces decirse que la genealogía de Jesús no es cosa de poca importancia. A través de los siglos, Dios había anunciado por medio de ángeles y de profetas, que el prometido Mesías sería simiente de Abraham, pertenecería a la tribu de Judá, y gozaría por nacimiento, de un derecho legal al trono de David. Se hacía pues indispensable probar su ascendencia y los derechos que esta le otorgaba, y con este propósito se registraron en las Escrituras las líneas familiares de María y de José, su esposo.

 

    6 La genealogía que se presenta en el evangelio de Mateo pertenece a José, el padre legal o adoptivo de Jesús. Precisa que era simiente de Abraham, que pertenecía a la tribu de Judá y que era descendiente del rey David, por proceder de la familia de su hijo Salomón. Sin embargo, revela que pertenecía además a la estirpe de Jeconías o Conías, un rey de Judá de quien el profeta Jeremías había dicho: “Un vaso de tierra despreciable y rechazado es este hombre Conías... ...Esto es lo que ha dicho El Eterno: ‘Inscriban a este hombre cómo sin hijos, cómo un hombre que ha malogrado su vida, porque los de su simiente no conseguirán prosperar y ninguno de ellos se sentará jamás en el trono de David...’” (Jeremías 22:28-30) Puede así decirse, que por decreto de Dios, esta rama familiar quedó excluida de la línea real de David, y que los descendientes de Jeconías, José incluido, no gozaban por herencia de ningún derecho a reinar. Ahora bien, este hecho no afectaba directamente a Jesús, puesto que no era simiente o hijo biológico de José, por lo que no pertenecía a su estirpe.

 

    7 Por otra parte, Lucas registra la línea genealógica de María, pues aunque llama a José ‘hijo de Heli’, los estudiosos generalmente concuerdan en que este término puede entenderse y traducirse muy justamente cómo ‘yerno de Heli’, que fue padre de María, perteneció a la tribu de Judá, y descendía del rey David a través de la familia de su hijo Natán. Jesús heredó pues sus derechos al trono de David a través de la línea materna, y esta vía de sucesión podría ser corroborada mediante una de las profecías de Zacarías, que fue citada también por el apóstol Juan, y que al anunciar la muerte del Mesías y el desconsuelo que todas las familias de Jerusalén sufrirían entonces, nombra en primer lugar a las de David y de Natán: “...habrá por aquel que traspasaron un lamento igual al lamento por un hijo único, y le llorarán amargamente cómo se llora a un primogénito. Aquel día el lamento en Jerusalén será grande... ...se lamentará el país, familia por familia, la familia de la casa de David... ...la familia de la casa de Natán...” (Zacarías 12:10-14)

 

    8 Pero entonces, si solamente fue María quien transmitió a su hijo el derecho al trono de David ¿Cuál es el propósito de la genealogía de José? La respuesta está en las disposiciones hereditarias que la Ley de Israel establecía.

 

    9 Antes de que las tribus de Israel entrasen en Canaán, la tierra prometida, Dios, por medio de Moisés, dispuso el reparto de la heredad que les entregaba. Cada una de las tribus, a excepción de la de Leví, tenía que recibir una extensión de tierra que debía mantener siempre en propiedad, y repartirla entre sus familias para que disfrutasen de un patrimonio que se transmitiría de padre a hijo. No obstante, en el capítulo 27 de Números, leemos que las hijas de Tselofehad, un cabeza de familia que no tenía hijos varones, reclamaron el derecho a la herencia de su padre. Entonces, después de dirigirse en oración al Señor, Moisés comunicó al pueblo que cuando no hubiesen en la familia hijos varones, las hijas heredarían del mismo modo que los hijos. Pero esta disposición planteó un nuevo problema: si la tierra asignada a cada una de las tribus constituía una heredad intransferible ¿Qué sucedería si la heredera se casaba con un hombre de otra tribu? ¿Cómo podría entonces regresar la herencia a su ‘status quo’ en el año de jubileo, según se decretaba en la Ley? De nuevo Moisés se dirigió al Señor, estableciendo luego que cualquier mujer que tuviese derecho a una herencia en Israel, debía, para poder conservarla, casarse con un hombre que perteneciese a la tribu de la familia de su padre. La mujer que rehusaba cumplir con esta exigencia legal, también renunciaba expresamente a su herencia.

 

    10 Esta disposición que regulaba las transmisiones hereditarias, explica la importancia de una genealogía de José, que demuestra que María había cumplido con el requisito legal de casarse con un hombre de la tribu de su padre, la tribu de Judá. Al haber obedecido el mandato de la Ley, María estaba en disposición de heredar y de transmitir legalmente a su primogénito un patrimonio que, en su caso, incluía los derechos inherentes al linaje de David. Así pues, las dos genealogías de Jesús se complementan para confirmar la legitimidad de su linaje real, en armonía con lo que los profetas habían proclamado, pues tal cómo escribió Pablo a los Corintios: “...el Hijo de Dios, Jesús Cristo... ...no ha resultado un dudoso ‘puede que sí o puede que no’, si no un seguro ‘sí’, por haberse concretado en él con un ‘sí’, todas las promesas de Dios que le conciernen. (2Corintios 1:19-20)